Nuestra sempiterna condición de pueblo conquistado, una fatalidad tan deliberadamente irremediable como provechosa para los demagogos que nos han gobernado, nos lleva a repudiar cualquier manifestación de modernidad en tanto que representaría una suerte de sometimiento a los dictados del opresor que nos ha agraviado históricamente.
La comunión con los déspotas de nuestro subcontinente —los sátrapas que oprimen a los pueblos de Cuba, Venezuela y Nicaragua— y el paralelo acercamiento a los actores más impresentables de la comunidad internacional, los islamistas de Irán o los invasores que bombardean a los civiles ucranianos, se explica porque pretenden ellos ser parte de una cofradía progresista que le planta cara al poder hegemónico de Occidente. A ese bando de rebeldes disidentes quieren que pertenezcamos los estrategas de doña 4T.
La adhesión natural de México —con perdón de los adalides de la izquierda populista que se ha incrustado en varias naciones de Latinoamérica— tendría que ser con los Estados Unidos, así fuere por pura conveniencia.
Para empezar, ningún otro país del mundo está poblado por 30 millones de personas de origen mexicano y muchísimos de nuestros compatriotas siguen deseando emigrar para afincarse en California, Texas, Illinois o el estado de Nueva York. No intentan en momento alguno cruzar clandestinamente las aguas del golfo de México para desembarcar en Cuba ni tampoco emprender un azaroso viaje a través de las selvas centroamericanas para disfrutar las bondades del socialismo del siglo XXI que los bolivarianos han instaurado en Venezuela.
Este simple hecho, el de que tantos y tantos connacionales —y millones de terrícolas de otras proveniencias— aspiren a vivir el llamado sueño americano, debería de ser la más palmaria demostración de la derrota de la entelequia colectivista y el estatismo frente a la economía de mercado.
Pero, así como nos han adoctrinado el rencor al antecesor castellano, de la misma manera nuestros oradores han atizado, sirviéndose de un rancio discurso patriotero, un antiimperialismo absolutamente contraproducente, no sólo en términos de la realidad geopolítica que afronta México sino de las políticas públicas que necesita el desarrollo económico.
La constante evocación del pasado para restaurar, en el presente, aquella utópica grandeza es, justamente, una cancelación del futuro que merecemos como nación.