Política

La única salida

Si no mal recuerdo, El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo, lo he leído tres veces. La primera me sirvió para superar los clichés, la segunda para entender la raíz de los excesos del poder político y la tercera por mero disfrute, ya que había tenido la oportunidad de leer los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, obra que me permitió entender mejor la profundidad, alcance y asombrosa claridad del pensamiento político maquiavélico.

Aun y cuando fue concebido como un manual de consejos, El Príncipe se mantiene a la distancia de la idealidad moralina de la época. El quehacer del gobernante, advirtió Maquiavelo a Lorenzo II de Médici, se ejerce en un espacio donde “todos los hombres son perversos y están predispuestos a manifestar su naturaleza, siempre que encuentren las circunstancias propicias para ello”.

Esta cruda certeza sirvió como punto de partida para definir las cualidades que darán cuerpo a la reputación del príncipe. Dado que para ser, se tiene que parecer, no se espera del político que viva las virtudes propias de su investidura, porque en ocasiones el ejercicio de gobierno obliga a actuar en sentido contrario. Para mantenerse en el poder, el político deberá mentir, engañar, simular y traicionar, pero sin dejar de aparentar que lo suyo es la misericordia, honestidad, la honradez y otras tantas virtudes más. Dejarse llevar por la bondad le llevará a la ruina, de ahí que deberá “parecer compasivo, fiel a su palabra, inocente y devoto. Y de hecho debería ser así. Pero su disposición debe ser tal que, si necesita ser lo opuesto, sabe cómo hacerlo”.

A casi 500 años de haberse publicado, las enseñanzas de El Príncipe gozan de plena vigencia, porque “ninguna de las formas de gobierno, ya sean las buenas (como la monarquía, la aristocracia y la democracia) o las malas (como la tiranía, la oligarquía y el gobierno licencioso), logra equilibrar adecuadamente los intereses de los diferentes grupos en el régimen, lo que las convierte en inherentemente inestables”. El zafarrancho vivido en la Cámara de Senadores es clara muestra de ello. Incapaces de vivir o, cuando menos, simular la virtud, de sus protagonistas no podemos esperar nada.

Por el momento la única salida que nos deja la borrachera de este “gobierno licencioso” (dirá Maquiavelo) está en formar, cultivar y poner en marcha eso que algunos politólogos de nuevo cuño y eticistas entienden como agencia ciudadana, y de la cual le hablaré en mi siguiente entrega.


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Pablo Ayala Enríquez
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