Dije aquí que el recorte al presupuesto para Cultura es un buen pretexto para repensar el modo en que los dineros de la secretaría han ido a parar en proporción importante a mantener privilegios, lo mismo entre funcionarios que entre creadores de clases medias altas y altas, vía becas.
Contaba también que la secretaria, Alejandra Frausto, nos dijo a Leo Zuckermann y a mí en una entrevista que ese sistema de privilegios tenía que ser revisado en profundidad, y que lo prioritario, en todo caso, era atender a los grupos marginales, pobres, que tradicionalmente no se han beneficiado de esos dineros, que sí, salen de impuestos que pagamos todos. Lo celebro, para que vean que a veces la izquierda y los liberalotes encontramos suelo común.
Mi parte liberal dice que nuestros impuestos no deben patrocinar lujos entre los funcionarios, como no deben pagar becas para creadores que pueden y deben buscar en el mercado un lugar para sus obras, ni en aparatos editoriales hipertróficos que en el mejor de los casos compiten deslealmente con los privados.
Mi partecita pegada a la izquierda cree que el Estado debe llevar estos beneficios a quienes no los disfrutan, un uso inmejorable para estos impuestos, no solo por un acto de justicia sino porque la cultura, en sociedades rotas por la violencia, tiene efectivamente un recto reparador, en lo individual, por aquello de lidiar con tus demonios, y en lo colectivo. No es un planteamiento esotérico ni una ñoñería.
Colombia o Brasil, por ejemplo, han tenido éxito en disminuir los índices de violencia en zonas particularmente duras al inyectar recursos no solo para llevar ahí oferta cultural, sino para involucrar a la población en administrar y protagonizar esa oferta.
Cultura Comunitaria se llama el programa. Si prospera será, entre otras cosas, un saludable contrapeso y a la vez un complemento amable a la militarización de un país que no deja de producir muertos.
La cultura no es una panacea, pero sí, puede traer paz. Hay que darle oportunidad.
