Mientras tecleo, con descuido, estas líneas, en los vecinos municipios de Atotonilco y de Tula de Allende toman medidas para reducir las aglomeraciones en los espacios cerrados, debido a que el número de contagios por covid ha aumentado considerablemente.
Nadie se queja ya, nadie se escandaliza, el escalofrío de hace un par de años ha sido sustituido por una discreta resignación. Ignoro si tales medidas serán respetadas escrupulosamente o sí sólo acataremos sin cumplir.
No sé si resucitarán los inútiles tapetitos de hule con un líquido de dudosa calidad. Hay lugares en los que no harán absolutamente nada por la simple y sencilla razón de que no han dejado de exigir el cubrebocas y la aplicación de gel en las manos.
Cada vez son menos las personas de nuestro círculo cercano que no se han contagiado con alguna de las variantes del virus. Hay quien va ya por su tercero o cuarto contagio y no se miran abatidos, son como coleccionistas a los que la vida no ha dejado alternativa.
Pero desde aquel febrero del 2020 hasta el día de hoy he sabido de innumerables casos, algunos graves, otros no tanto.
Como en otras ocasiones, aparecieron aquí y allá los nuevos personajes de la pandemia: el curandero, el vidente, el negacionista (que generalmente cree en los ovnis), la médica antivacunas con acento argentino, el paranoico que usa hasta tres cubrebocas y se baja de la banqueta para evitar el contacto con los otros, el conspiranoico, el apocalíptico y, finalmente, los invictos.
Si esto sigue, es casi seguro que aparezcan algunas subvariantes de estos personajes, producto de la cruza de los mismos.
En realidad los invictos, entre los que me cuento, no sabemos a ciencia cierta si realmente lo somos, porque bien pudimos haber sido asintomáticos sin enterarnos que padecimos la enfermedad.
Lo único seguro con el Covid es que, en el fondo, no hay nada seguro y que la única normalidad asequible será ésta en la que seguiremos intentando sonreír sólo con los ojos.
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