A veces, el prestigio de un autor se vuelve contra sus lectores: es tal la admiración que les provoca que pocos se atreven a evaluar con juicio crítico sus aseveraciones y puntos de vista. Creo que esto es lo que sucede con Octavio Paz y su Postdata, texto que recoge y amplía una conferencia que impartió a fines de 1969 en Austin, en la Universidad de Texas. Se propuso ampliar las reflexiones del propio Paz vertidas en El laberinto de la soledad veinte años antes. Sobre todo, es un intento de analizar lo ocurrido con el sistema político mexicano alrededor de los sucesos trágicos del 2 de octubre de 1968.
Siempre valdrá la pena regresar a Postdata porque es uno de nuestros clásicos. Pero esto es más cierto en 2018 cuando se cumplen cincuenta años del movimiento estudiantil del 68. Seguramente, en el marco de este primer medio siglo, el mundo intelectual hará una reconsideración de los hechos y sus interpretaciones para arribar al necesario ajuste de cuentas con uno de los sucesos clave para entender el presente nacional. Resulta fundamental hacerlo porque no hemos terminado de comprender la conexión causal de los acontecimientos y las decisiones que explican lo ocurrido, y tampoco de aquilatar el significado histórico de un movimiento que despejó el camino para la transformación democrática de nuestro país.
Si valoráramos en su justa dimensión la acción de los jóvenes movilizados durante el 68, en muchas plazas del país habría monumentos para recordar a las víctimas y llamar a que nunca se repitan tragedias como la del 2 de octubre y su estela de abusos a los derechos humanos: detenciones y encarcelaciones arbitrarias, tortura y uso indebido de los medios estatales de coacción física, toma de instalaciones de educación superior y violación de la autonomía universitaria, por no hablar de la abierta represión política, el deslinde de responsabilidades en torno a la matanza de Tlatelolco y la reparación de los daños.
Los libros de historia formarían a sus lectores en la conciencia de que estos hechos, sobre todo la experiencia de las multitudes que espontáneamente se sumaron al llamado estudiantil --en las asambleas espontáneas, con actos de solidaridad silenciosa-- constituyeron un paso decisivo en la creación de un sistema político menos autoritario y más respetuoso de las diferencias políticas y culturales.
Los jóvenes del 68 se plantearon impulsar cambios que se pueden sintetizar en dos palabras: democracia y libertad. Ello implicaba que se les reconocieran sus derechos como ciudadanos que habitan una nación en la que todos somos iguales y podemos discutir abiertamente los problemas públicos. Naturalmente, la lucha por las libertades: de crítica, de reunión, de prensa, de participación política --prerrogativas muchas veces erróneamente consideradas como formales y no fundamentales-- constituyen un aspecto esencial para construir una sociedad más justa, más decente e igualitaria. Por eso tienen un componente disruptivo. Acaso ello tuvo que ver con la incapacidad del régimen político mexicano para gestionar las demandas de los jóvenes movilizados.
La masacre del 2 de octubre provocó un estupor del que la nación aún no se ha recuperado. De ahí la necesidad de reflexionar sobre las razones, los motivos y las circunstancias, históricas todas ellas, que llevaron a las autoridades mexicanas a tomar una decisión tan grave como condenable. Mi desacuerdo con Paz tiene que ver con su interpretación de que en la noche de Tlatelolco el pasado azteca --compuesto de sacrificios rituales en la cima de la pirámide para garantizar la reproducción del cosmos y con ello la dominación del tlatoani-- se manifestó de nuevo.
El intento comprensivo de Paz no me parece plausible ni siquiera como metáfora para ayudar a la interpretación del significado profundo de la matanza de Tlatelolco. Elude la más mínima consideración al método de las ciencias sociales e históricas. Dice: “para los herederos del poder azteca, la conexión entre los ritos religiosos y los actos políticos de dominación desparece pero...el modelo inconsciente del poder siguió siendo el mismo: la pirámide y el sacrificio”.
En este párrafo, Paz sugiere que el pasado nos condena y que desde nuestra conformación como nación se configuraron los factores que determinan los actos y episodios cruciales a lo largo de nuestra historia. Hay un “modelo inconsciente del poder”, implantado desde los aztecas, que ha sido repetido por virreyes y presidentes de la República. Todos ellos han debido sacrificar sangre a la pirámide del poder, es decir, al régimen de dominación imperante. Esta interpretación es metafísica y peligrosa.
Debemos poner en su lugar intentos serios de explicación que nos permitan conocer los hechos específicos que provocan que nuestros gobernantes tomen uno u otro curso de acción. Que nos permitan, en todo caso, atribuir responsabilidad a quienes toman decisiones.
Octavio Paz y su errónea explicación del 2 de octubre
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Héctor Raúl Solís Gadea
Jalisco /