¡Ah! La leve mejoría de los enfermos cuando cruzan el trance final. Lo he vivido muchísimas veces y de manera cercana, muy cercana.
Ha muerto Roberto Lavín, mi cuñado, esposo de mi hermana Patricia, de manera inesperada, intempestiva, súbita. Era un hombre generoso, ahora diré por qué y de una franqueza norteña inobjetable.
Me invitó varias veces a visitar los ranchos y yo, que soy por desgracia un hombre urbano, me resistí.
Sin embargo, llegaba con su cargamento, loco de contento, de tamales de venado (los mejores que he probado en mi vida) y, ustedes saben que soy enemigo de endulzar el oído, acarreaba deliciosos cabritos para compartir con la familia.
Me regaló, por ejemplo, la obra completa de Benito Pérez Galdós, que era legado de su abuelo.
Y no me gusta palabrear lo sagrado, pero Roberto Lavín fue un gran hombre que amó con todo su espíritu y toda su alma (si el distingo existe) a mi hermana y a sus tres hijos, por eso estoy llorando, porque ante la muerte de un ser querido, entrañable, se vale llorar.
La cobardía estriba en no hacerlo. No puedes traicionar lo más profundo de tu corazón que es tu coraza.
No puedes traicionar a la vida. Siempre que viajaba a Torreón compartimos el oro de la vida, la religión de Baco y el auténtico amor por la belleza.
Fue un hombre probo, íntegro, y quienes lo conocimos damos constancia cabal de ello.
Por eso me duele en mis ocho costados su partida. No quiero decir más.
No puedo decir más. Que Dios lo arrope en su regazo y, además, que Dios brinde resignación (que es libertad absoluta según dice Unamuno en su Cristo de Velázquez) a mi noble y muy querida hermana y a sus tres hijos.
Que en paz descanse un gran ser humano y un caballero en todo sentido.
¡Gloria eterna para Roberto Lavín Espada!
