Cultura

Un viaje entre banderas rojas: Yellowstone

  • 30-30
  • Un viaje entre banderas rojas: Yellowstone
  • Fernando Fabio Sánchez

Avanzamos hacia Yellowstone por la autopista paralela al río Snake. En ese punto del camino hacia Montana nos quedamos la semana pasada.

Comenzó el ascenso a las Rocosas, el sistema montañoso que formó el choque entre la placa tectónica del Pacífico y la de América del Norte hace millones de años.

Es una cicatriz que inicia en Alaska y que cruza el continente en línea diagonal hasta Nuevo México, resurgiendo en nuestro país como la Sierra Madre Oriental.

Yellowstone es una región montañosa que rodea el nacimiento del río del mismo nombre, y que se extiende por más de mil kilómetros a lo largo de la cordillera.

Recibe el caudal descendente de las montañas, en forma de arroyos y ríos menores, que alimentan lluvias y deshielos.

No conoce el mar, sino que entronca con el río Missouri, el cual baja desde Montana hasta San Luis, Missouri. 

Allí conecta con el río Mississippi, que desemboca finalmente en el Golfo de México.

Era extraño pensar que, estando en el oeste de los Estados Unidos, estuviéramos más cerca —conectados por el agua— del Golfo de México y del Atlántico que del Pacífico.

Así tan infranqueable era el muro de las Rocosas, elevado por fuerzas naturales y no humanas.

El río Yellowstone tomó su nombre de las piedras amarillas que se encuentran al fondo de su cuenca. La tribu Minnetaree lo llamó "Mi tse-a-da-zi", que se traduce como "Río de Piedra Amarilla".

Últimamente, el parque Yellowstone ha subido su fama por la serie que lleva su nombre. 

Yo no la he visto, aunque Yellowstone ha habitado mi memoria desde los programas de Disney sobre parques nacionales y películas sobre el Estados Unidos montañés que vi en la infancia.

Subíamos, entonces, por la carretera 15.

Cambió la vegetación. Una serie de pequeños pinos apareció, hasta que, de pronto, las verdes mesetas se transformaron en montañas con una densa población de árboles.

El camino nos adentró exactamente por la mitad de Yellowstone, aprovechando depresiones y junturas entre las montañas.

Tanto a derecha como a izquierda solo había pinos, y la carretera se extendía como una recta ascendente hacia la espesura y el silencio.

Se interrumpió la señal de radio y teléfono.

Atrás parecía haber quedado el mundo político y social, incluso el religioso, de las banderas rojas, y se impuso el verde, el azul, el brillo del sol y unas nubes cargadas de gris intenso que prometían lluvia.

La velocidad del camino quedó restringida a no más de 80 km. Aunque nadie parecía tener prisa ni deseos de rebasar.

Avanzábamos en caravana —casas rodantes, camionetas y vehículos—, como en un paseo, porque la verdad —una vez estando allí— nadie busca salir de Yellowstone.

A los costados, ocasionalmente, vimos alces, bisontes y caballos.

El camino cruzó varios ríos de corrientes salvajes. 

Equipos de hombres y mujeres —protegidos con cascos, chalecos salvavidas y guantes— surcaban las corrientes en balsas inflables.

Algunas casas y ranchos aparecieron también a la orilla.

Cada segundo fue una imagen casi mágica, que fluctuaba en mi mente como un río entre el recuerdo y la fascinación del instante.

Maestro se puso intranquilo desde el ascenso. Intenté explicarme su comportamiento. 

¿Olía con temor a los osos, los bisontes y lo alces? ¿Le afectaba la altura? ¿Necesitaba ir al baño?

En medio del parque, estacioné el coche a un lado del camino, justo frente a una montaña coronada por nubes densas. Bajamos para que caminara un poco.

Hicimos un recorrido, luego otro, y no podía tranquilizarse.

Cruzamos la carretera, dejando a Snoopy en el coche, y caminamos por ese otro corredor opuesto, que era más largo.

Algunos coches pasaron; luego, un helicóptero de rescate (quizá solo patrullando). Maestro olfateaba con ímpetu el suelo marcado por aromas, para mí, invisibles.

Hasta que, de pronto, escuchamos un sonido ensordecedor, como algo inmenso que se iba quebrando.

El sonido apareció y se mantuvo sin cambios de intensidad por segundos, hasta que disminuyó un poco. Luego comenzó a fragmentarse.

Cada parte retumbaba por separado. Parecían ecos que se apagaban… pero no.

Volvían con fuerza, como una orquesta de chorros de agua y fuego que salían a borbotones.

Era una voz, una presencia. Un trueno que devoraba el silencio.

Volteamos hacia el coche, diminuto del otro lado del camino, a un lado de la montaña.

Y en la cima, el trueno volvió a imponerse, emanando de las nubes, arraizado en las elevadas rocas.

Sentí que era el dios de ese lugar. El dios de las montañas, de la lluvia, superior a los hombres.

Nos metimos en el coche, casi corriendo, pues no sabíamos si el trueno era el aviso de una tormenta. En cualquier momento, podía caer un rayo.

Snoopy nos esperaba, ansioso. Encendí el motor y continuamos de inmediato hacia el norte.

Recordé que había presenciado el mismo fenómeno en la Ciudad de México, una tarde de lluvia que andaba en bicicleta.

Ahora había conocido a otro de los dioses, y afortunadamente solo nos había saludado.

Con esa electricidad aún en la piel, cruzamos Yellowstone como viajeros a caballo. 

El aire olía a montaña recién bautizada. Muy pronto, estaríamos en Montana, como narraremos en la siguiente entrega.


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