Para llegar a Montana desde la costa central de California, era necesario manejar hacia el norte y atravesar Nevada y Idaho hacia el noroeste, tal como leímos la semana pasada.
Subimos por la carretera 5, que cruza California por un largo valle. A la derecha se alzaba la Sierra Nevada, que define la frontera del estado, y a la izquierda, la Cordillera Costera del Pacífico.
Hace 600 mil años, todo ese valle estaba ocupado por un cuerpo gigante de agua, el lago Corcoran.
Ahora el terreno es fértil, con temperaturas de desierto, cubierto de pasto leonado en el verano y verde en el invierno.
Como un pez de metal que partía el aire en el fondo de aquel lago vacío, llegamos a Sacramento, la capital.
La ciudad es discreta, pese a su importancia política. Allí me concentré. Pronto doblaría hacia la derecha, en la interestatal 80.
Esa corriente de autos viene desde San Francisco y llega hasta Nueva York, en el Atlántico.
El escenario cambió. Iniciábamos el ascenso de la Sierra Nevada, entre pinos altísimos y vegetación espesa.
Luego de pasar Lake Tahoe por caminos ensortijados, anidados en las montañas, apareció Reno.
Tomé una o dos postales con la cámara de los ojos y dejamos atrás aquel gemelo húmedo de la ardiente hermana del pecado, Las Vegas.
Estábamos en Nevada ya, el estado de las apuestas, especializado en levantar ciudades limítrofes, siempre en funcionamiento para los que desean probar su suerte en los juegos de azar.
Para mí inició otra forma de juego. Al bajar de las montañas, se extendían las desérticas estepas, tan hermosas como las de Coahuila y Chihuahua.
Me sentí misteriosamente en casa, cruzando en diagonal la cabeza cuadrada de Nevada.
Llegó la soledad de la amplitud; la anchura de las rocas pardas compitiendo con el verde. El límite de velocidad oficial cambió a 130 kilómetros por hora.
El viento soplaba y sacudía el coche. Sentí en la piel la fragilidad de la vida que me había revelado el accidente del día anterior.
Avanzamos por más de cuatro horas, acompañados brevemente por algunos pueblos agrícolas, casi perdidos en el aislamiento.
Así llegamos a una población de algunas casas y hoteles a la orilla del camino, llamada Wells, nombre muy revelador que significa ‘norias’.
Cargamos gasolina y compramos provisiones. Los canes olfatearon, estirando las piernas. Por supuesto, bebimos agua.
La gente nos miró, amable y callada. ¿Vivían allí o venían de otros pueblos? ¿De dónde?
Luego doblamos hacia el norte por un camino de solo dos sentidos. La señal telefónica desapareció.
Parecía que nos íbamos alejando cada vez más del mundo conocido, y nos adentrábamos en la austeridad y la naturaleza silenciosa.
Me recordó a la ruta que dirige a Cuatro Ciénegas desde Torreón, llena de formaciones rocosas enigmáticas, como un viaje hacia el pasado.
Al final del camino encontramos la última población del estado, con un nombre muy descriptivo: Jackpot (Premio Mayor).
Era un enclave de casinos que casi no aparece en los mapas.
No habría nombre que describiera mejor lo que un jugador podría encontrar allí.
Aunque yo ya había cobrado mi premio: las imágenes en aquella carretera hacia el fin.
Y al estar en Idaho, en dirección de mi hotel en Idaho Falls, me pregunté con inquietud:
¿Qué habrá más allá, en el Estados Unidos conservador y extremo?
Lo sabremos pronto, cuando el camino nos lleve aún más adentro, hacia el corazón del otro país.