
Nadie debería subestimar la sabiduría milenaria encerrada en el trato reverencial que los cortesanos japoneses dispensaban a los viejos emperadores del sol naciente. El arte de la persuasión le debe mucho a esos códigos de conducta, pues nadie puede convencer a los demás sin emplear estrategias de seducción: entre ellas, la de humillarse ante el interlocutor. En la vieja corte imperial japonesa, la suerte de un consejero o ministro dependía de su habilidad para cautivar al emperador con una conversación ingeniosa y lúcida. Su tarea era mucho más compleja que la de un actor, pues las tertulias donde el emperador se dignaba departir con los inferiores eran representaciones teatrales sujetas a un orden jerárquico muy estricto.
Conocemos esos rituales gracias a dos clásicos de la literatura dinástica japonesa: El libro de la almohada de Sei Shonagon y La historia de Genji de Murasaki Shikubul, escritos ambos por mujeres que sirvieron a distintas emperatrices como damas de honor, una posición privilegiada que les concedía una libertad comparable a la de una mujer emancipada de hoy. Ninguna de las dos tuvo que atarse a un hombre, aunque sí podían tener amantes a granel, pues en la corte nadie se sonrojaba por sus lances de alcoba. Dedicadas de lleno al ocio creador, cultivaban la música, la caligrafía, la poesía, la pintura, y alcanzaron una destreza verbal tan óptima que perfeccionaron la lengua vernácula de su época (finales del siglo X, principios del XI), depurándola de los vocablos importados del chino que afeaban el lenguaje de los varones.
En El libro de la almohada, traducido al español por Jorge Luis Borges y María Kodama, Shonagon menciona una falta de respeto que debían evitar los interlocutores del emperador: “Me ha escandalizado oír a personas importantes diciendo Yo mientras conversan con sus majestades. Semejante falta de etiqueta es en verdad escandalosa y no sé cómo hay personas que la cometen”. Una nota a pie de página informa que lo correcto era emplear el propio nombre en lugar del odioso yo, lo que obligaba al hablante a referirse a sí mismo en tercera persona, una contorsión gramatical que sólo un conversador con gran habilidad retórica podía improvisar con desenvoltura. Por lo visto, Shonagon la tenía y por eso deploraba las infracciones al protocolo, quizá con mayor severidad que los propios emperadores.
Aquella costumbre tal vez pueda parecernos ridícula, pero casi un mileno más tarde, a partir del siglo XIX, los mejores ensayistas y narradores de la civilización occidental descubrieron que prescindir del yo en una ficción o en una disertación creaba una apariencia de objetividad que se traducía en poder persuasivo. La búsqueda literaria de Flaubert, el primer novelista que desapareció detrás de sus ficciones, confluye hasta cierto punto con la negación del yo impuesta a los cortesanos japoneses. Tal vez los poetas románticos se habían excedido tanto en la exaltación del yo, que hacía falta recuperar el rigor de la señora Shonagon para revertir esa oleada de narcisismo. ¿Quién parece suscribir las palabras de un escritor oculto en su texto? La vox populi, el genio de la lengua o un intelecto en estado puro que adquiere, por lo tanto, una autoridad superior a la de un escritor exhibicionista. La voz impersonal convence mejor que la subjetiva.
En México, la segunda mitad del siglo XX fue una época dorada del periodismo literario, en la que dos escritores discretos con gran talento, José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis, cultivaron, cada quién a su modo, el arte de la persuasión a la japonesa. Los leí durante más de treinta años en revistas, periódicos y suplementos, y mi formación literaria les debe mucho. Sus estilos eran muy diferentes: Monsiváis tendía a la proliferación barroca y Pacheco era en cambio, un servidor del lenguaje a la manera de T.S Eliot, es decir, un clasicista que buscaba perfeccionar en vez de innovar, pero ninguno de los dos escribía con el yo por delante. Lamento no haber podido imitarlos en mis artículos y ensayos (preferí desde joven tutear al lector), pues la enorme repercusión de su obra demuestra que al ocultarse detrás de un biombo, ambos convencían a su legión de lectores con más eficacia que un autor egocéntrico. Casi todas las crónicas y ensayos de Monsiváis se publicaron previamente en periódicos o revistas, al igual que los Inventarios de Pacheco, y esa deferencia o cortesía con el lector seguramente contribuyó a granjearles aceptación. Elevados al rango de sumos pontífices, algunos caudillos intelectuales no sólo exigen atención sino pleitesía, y en cada línea imponen el sello de su personalidad augusta. Con más colmillo, Monsiváis y Pacheco siguieron la ruta opuesta: escribir como si el público fuera el emperador de Japón.