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Bolaño 22

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El 15 de julio de 2025, mientras la Ciudad de México digería su propia deriva veraniega lluviosa, comí con Juan Villoro y Sofía Rivas en el restaurante Cardenal de la Alameda. Habíamos quedado de vernos ahí, sin pensar demasiado en la fecha.

O tal vez sí.

Tal vez una parte de nosotros —la parte que aún cree en los símbolos, en los portales invisibles del calendario y en los silencios bien ubicados— intuía que esa tarde estaba hecha de otra vaina: el umbral de un aniversario soterrado a veintidós años de la muerte de Roberto Bolaño.

El restaurante estaba lleno. La dueña reconoció a Juan y fue a saludarlo. Platicaron sobre un texto suyo que está enmarcado a la entrada del lugar y después nos hizo llegar unos sopes de escamoles que sabían a gloria.

Entre los comensales había familias gozosas de sí mismas, turistas comiendo comida mexicana como si fuera souvenir, políticos de diversa calaña camuflados de escritores, pero sobre todo había gente de bien y uno que otro fantasma. Nosotros, en una mesa al fondo, primero sin nombrarlo, íbamos a invocar a un muerto.

Juan pidió un chile relleno, Sofía un aguachile de camarón y yo mole, con babero y todo. Juan hablaba como siempre: con claridad y humor, ordenando el mundo mientras lo desarmaba. Por un momento, su elocuencia me distrajo y me puse a observarlo como hace más de una década, cuando intenté retratarlo en una crónica sobre un escritor que no se volvió cobarde ni caníbal, como alguien que había optado por la lucidez en lugar de la soberbia, la ironía ante la consigna y la duda en vez del dogma.

Quizá por eso sentí en algún momento que Bolaño también había llegado a la mesa.

—Hoy se cumplen veintidós años de la muerte de Roberto —dije entonces, después de una charla que había devaneado con calma por el futbol, Escobedo, Nuevo León, Luigi Mangione, boxeadores, documentales y cierto personaje tan quijotesco como el propio Bolaño.

Entonces Juan recordó a su amigo, ese escritor mexicano nacido en Chile y fallecido en Barcelona. Vinieron recuerdos de la mirada bolañesca de la vida como campo de batalla permanente, de esa forma radical de sembrar y desechar amistades, de su ética —virtuosa y feroz—, marcada por la intransigencia; de la literatura —y la vida literaria— como una guerra sin cuartel, o una revolución perpetuamente a punto de estallar.

A lo largo de estos 22 años sin Bolaño en las trincheras, Juan ha sido más que un gran escritor: ha sido testigo, custodio y un sobreviviente de la era Bolaño, así como el hermano mayor o pez guía de quienes aún creemos que la crónica puede salvarnos, o al menos ayudarnos a ajustar cuentas pendientes con el mundo y con nosotros mismos.

El caso es que para estas alturas, Bolaño ya había entrado al Cardenal de la Alameda sin abrir la puerta. Estaba ahí, como narrador omnisciente que observa sin intervenir, aunque a veces lo hacía solo para condenar nuestras claudicaciones del presente, las inevitables incoherencias del sistema capitalista, los dilemas del autor entre la tradición y el mercado, el desamparo. 

Al salir, Juan y Sofía planeaban ir al Munal a una exposición de artes ocultas bajo el signo de Saturno. Quizá querían seguir buscando símbolos, identificar otros portales.

En cambio, yo me vine a escribir esta nota con prisa y gratitud, para dejar constancia de que, veintidós años después, algunos seguimos buscando a Bolaño, entre los escombros del lenguaje y en las mesas de restaurantes donde aún deambulan fantasmas y donde a veces se aparece un escritor que no se ha convertido en cobarde ni caníbal.


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Diego Enrique Osorno
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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