Por la banda sinfín del equipaje circula el cansancio de los viajeros.
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Como siempre, dejó que la esposa le empacara las maletas, sin imaginar que esta vez se las hacía para siempre.
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Al llegar a la playa se dio cuenta de que había llenado la maleta de olvidos inservibles.
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Las maletas negocian sus apetitos: las hay ávidas de sedas y perfumes caros; también hay quien carga pesados velices indigestos que parecen tener ganas de vomitar.
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Tras aquella discusión dura y definitiva se puso a empacar furioso el desorden en el que se iba a convertir su vida.
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Para seducirla le colmó una maleta de promesas, pero ella la dejó olvidada en el aeropuerto.
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En la penumbra del armario, las maletas del fallecido escuchan llorar a los parientes y se preguntan ahora quién las llevará a conocer el mundo.
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El neceser rosa de la estrella de cine lanzó un maullido agudo y amenazante cuando intentó abrirlo sin su permiso y le escupió una hoja con su autógrafo.
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¡Por fin libre!, pensó la maleta-bomba cuando la dejaron sola a la mitad de la estación. Y se puso a estudiar la pantalla con los destinos y horarios, a ver a dónde se lanzaba.
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Las maletas de los viajantes de negocios bostezan de aburrimiento.
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Usaba las maletas para almacenar enseres de casa y ellas, ofendidas, los estropeaban.
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Se enamoró de él un día en que por error le dieron su maleta: sus libros, su ropa, el olor de las camisas, todo le hizo pensar que aquella maleta pertenecía al hombre de su vida. Por lo mismo decidió no devolverla, ni arriesgarse a conocerlo, no fuera a ser.
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Desde que tienen ruedas, las maletas sueñan con echarse a correr solas por las vías rápidas y en un rapto de libertad, soltar la carga, pero no se atreven. Siempre ceden resignadas en el último momento a la mano que las jala firme hacia su destino, prometiéndose que a la próxima seguro lo hacen.
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Osiris el tacaño falleció por un fuerte golpe en la cabeza de aquella maleta enorme a la que no había llevado de viaje desde hacía treinta años y se empolvaba y se ajaba en el estante alto del clóset como una novia abandonada, acumulando rencores en el forro de seda desteñido.
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¡Por fin solas!, le dijo a la maleta, una vez que el empleado salió de la habitación, tras haberle mostrado el baño y el televisor. ¿Ahora a dónde más iremos?, le respondió ésta. Y se quedó en silencio, pensando que ni loca la llevaba al restaurant.
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Desesperado y sin saber qué hacer de su vida, se metió en la maleta abandonada a la mitad de la estación de autobuses, a ver quién decidía por él y se lo llevaba.
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Era tal su delirio de persecución que pegó en la maleta nueva sellos y calcomanías de todos los lugares que no conocía y a los que no pensaba viajar jamás.
AQ