
La escena es cotidiana. Cuando la policía se hace presente en la mera guarida de los bandidos, sus vecinos se juntan para impedirlo a como dé lugar, porque antes que vecinos resulta que son miembros de la misma pandilla y saben que en montón son invencibles. Saben, también, que sus probabilidades de ir a dar a la cárcel son francamente mínimas. Lo de menos es si se dedican el narcotráfico, la trata de personas, el chantaje, el robo de combustible o el asesinato. Estando como están los índices de impunidad, haría falta tener muy mala suerte para que te agarraran en la maroma. Y aun así, de paso, haría falta estar solo.
Ahora bien, si los criminales pueden dormir tranquilos a pesar de los riesgos de su quehacer, hay que ver el confort del que disfrutan aquellos funcionarios poderosos que toleran el crimen, o se asocian con él, o incluso lo encabezan. A muy poco se arriesgan, es verdad, y tal vez sea por ello que a menudo se exceden, al extremo de hacerse demasiado visibles y presumir su estatus de intocables, porque en eso consiste la ebriedad del poder. No saben ejercerlo sin chulería, ni aprecian las virtudes de la discreción. Igual que sus colegas, los hampones, prefieren ser temidos que respetados, y eventualmente cuentan con el respaldo ciego de sus pares.
“No estás solo”, retumba el vocerío de sus contlapaches, aun si las evidencias pecan de contundentes. ¿Qué decir de aquel pájaro de cuenta, durante varios años máxima autoridad policiaca en el estado de Tabasco, que no sólo colaboraba con los cárteles, sino que fundó uno por cuenta del estado, ciertamente muy lejos de estar solo? ¿Qué pensar de unas altas autoridades cuyas funciones son al mismo tiempo combatir el crimen y reforzarlo, cuidar y extorsionar a los ciudadanos, proteger a las mujeres y regentear la trata, recolectar impuestos e instrumentar el cobro de piso? ¿Es esto esquizofrenia desatada, corrupción absoluta o acaso algún moderno y revolucionario sistema de ventanilla única?
Que todo esto suceda entre altos funcionarios acostumbrados a ir por la vida con disfraz de impolutos es síntoma de una honda podredumbre, donde la fama pública —habitualmente fruto de hipocresía, engaño y demagogia— opera como un salvoconducto para delinquir. Nada hay como las nobles intenciones del fariseo (siempre atribuidas, nunca acreditadas) para que las sospechas en su contra aparezcan, en boca de sus cómplices y esbirros, como meras infamias que sólo un miserable osaría ventilar. No los mueve, por cierto, la justa indignación, sino el odio profundo y contagioso de quien está dispuesto a cualquier cosa por salvar el buen nombre de la familia. Como quien dice, el honor de la mafia.
Es ya un truco muy viejo recurrir a los tuyos para tapar tus actos innombrables, si bien nunca ha dejado de funcionar, y menos si “los tuyos” son tal cosa porque están salpicados de inmundicia y saben que no puedes irte a pique sin arrastrarlos al mismo destino. Pues si el factor de unión entre unos y otros fuese únicamente la pureza de sus intenciones, no habría seres más solos y despreciados que quienes traicionaran esos principios, pero es claro que en estas situaciones lo que mejor les une es el poder. Juntos son invencibles, o eso creen.
No pocos se aborrecen entre sí, pero igual la manada les conforta. Suelen apuñalarse en la penumbra y abrazarse bajo los reflectores, de modo que sus múltiples rivales los imaginen fuertes e inexpugnables. Piensan y dicen sólo lo que les toca, convencidos, en pleno siglo XXI, de que quienes se mueven no salen en la foto. De ahí que comúnmente encuentren relativas, borrosas o invisibles las tropelías de sus allegados. “No estás solo”, corean, solidarios, así sus defendidos sean señalados como capos, ladrones o violadores. Tendría que haber, no obstante, una frontera diáfana que les indicara dónde termina la solidaridad y comienza la sociedad delictuosa.