Rentabas un apartamento en tu barrio de toda la vida —un sitio de calles arboladas, parques y acogedores cafés— y el alquiler fue subiendo imparablemente hasta que ya no lo pudiste pagar. No te quedó otro remedio que mudarte a un lugar diferente, accesible a tus medios pero más alejado, una zona extraña a tus memorias y hábitos de siempre en la que, mal que bien, seguiste batallando con la cotidianidad, teñida ahora de nostalgia y, sobre todo, de un enojo difícil de tramitar.
Tuvo que haber por ahí algún culpable, desde luego, así sea que el conjunto de circunstancias que propiciaron ese desenlace no fuere tan fácilmente descifrable. De entrada, no comenzaste a ganar más y más dinero cada vez o, digamos, no lo suficiente como para poder solventar la paga del arrendamiento. Y también tuvo lugar algo que no ocurrió de la noche a la mañana, un cambio sutil aunque tan progresivo que, sin darte casi cuenta, te encontraste un buen día rodeado de gente de otras proveniencias, vecinos extraños que no parecían en momento alguno afrontar las durezas que el destino te estaba deparando a ti sino que exhibían, por lo menos hacia fuera, el jubiloso desenfado de los acomodados, una suerte de insolencia debida, desde que en el mundo existen las diferencias, a la tranquilidad que otorga el dinero.
No sólo eso, en estos tiempos de ostentación por decreto, la presunción de los ropajes de marca y los correspondientes accesorios –bolsos y relojes—, así que no fueres tú el destinatario de los alardes, la hacía a esa gente particularmente odiosa.
Tu colonia —la de tu infancia, tal vez, o meramente el sector de la ciudad en el que, muy ilusionado, quisiste afincarte en algún momento— dejó de ser tuya: fue invadida por pudientes autóctonos y forasteros no tan sobrados pero, de cualquier manera, con una cartera bien provista de billetes verdes.
El paisaje urbano, tan familiar, también cambió: se llenó de restaurantes de postín y comercios deliberadamente exóticos. Antes de que debieras emprender tu mudanza, ya la tintorería y la panadería y la tiendita de la esquina habían dejado de existir.
A esto le llaman “gentrificación”, un palabro que hemos reciclado de la lengua imperial. Y es algo que está ocurriendo en todas las ciudades del mundo.