Por lo visto, ya pasaron los tiempos en los que los embajadores acreditados en nuestro país se cuidaban de hacer declaraciones sobre política interna. El nuncio Coppola puede haber dicho muchas verdades pero, en toda conciencia, está interviniendo en asuntos que no le competen. Lo suyo, como lo del conjunto del personal diplomático, debería ser el contribuir a las buenas relaciones entre los pueblos y los gobiernos que han decidido establecer vínculos formales.
Criticar a un gobierno, aunque sea del pasado, y expresar su parecer acerca de la ausencia del Estado en diversos territorios del país, puede ser considerado valiente por algunos y oportunista por otros pero, en cualquier caso, viola un principio básico de la representación diplomática. En este caso, la intervención en asuntos internos es posible no solo porque nuestro gobierno así lo permite, sino porque hay una ambigüedad intrínseca en las relaciones entre la Santa Sede y México.
La capacidad de la Iglesia católica para detener la violencia y la inseguridad es limitada
¿A nombre de quién habla el nuncio? Como ya dijimos, las relaciones diplomáticas se establecen entre pueblos y gobiernos o Estado pero, ¿cuál es el pueblo al que representa el nuncio? ¿Representa a las menos de mil personas que viven en el Estado de la Ciudad del Vaticano? No, porque nuestras relaciones no son con dicho Estado, sino con un sujeto de derecho internacional denominado “Santa Sede”. ¿Representa al papa, que está a la cabeza de dicho ente internacional? ¿Y el papa, a quién representa? ¿Al gobierno de la Iglesia católica? Si fuese el caso, la ambigüedad es todavía mayor, porque esa entidad gobierna a una Iglesia que está dentro del país. ¿Representa la Santa Sede a los católicos de todo el mundo? Si es así, entonces tenemos una doble representación, porque los católicos mexicanos, como los judíos mexicanos, los evangélicos mexicanos, etcétera, ya están políticamente representados por sus propios representantes, elegidos democráticamente. Es por ello que, aunque el nuncio esté diciendo sus verdades acerca de lo que acontece en el país, con las que uno puede o no estar de acuerdo, lo cierto es que rompe las reglas de la diplomacia al intervenir en asuntos de política interna. Luego él podrá decir que lo hizo como un obispo más que solo busca el fin de la violencia, la seguridad y la paz, pero nuevamente estamos ante la enorme ambigüedad en el trato que acarrea el tener relaciones diplomáticas (como en este caso las tiene casi todo el mundo) con una Iglesia.
Por lo demás, la visita a Aguililla es ciertamente un acto valeroso, que deja asentado el cansancio de la jerarquía católica por una violencia que sus propios valores y sus propias enseñanzas no han podido contener entre una población mayoritariamente católica. Deja claro también (y eso es un acto eminentemente político) la clara intención de la Iglesia católica de ayudar a la reconstrucción de la paz, al mismo tiempo que se asienta nuevamente el poder simbólico de la institución. Pero su capacidad de intervención para detener la inseguridad y la violencia es también limitada, como lo han sido hasta ahora sus prédicas. Se agradece el esfuerzo, pero creo que se requiere algo más para detener al crimen organizado.
Roberto Blancarte