La despenalización del aborto en el estado de Veracruz, aunada a la del estado de Hidalgo hace pocas semanas, es una noticia alentadora, aunque expone también una coyuntura política muy problemática por la que atraviesa la sociedad mexicana. Por un lado, las alianzas y coaliciones de las diversas formaciones políticas, partidistas y sociales se han vuelto muy complejas, haciendo más difícil la construcción de un entramado político jurídico sólido, pero sobre todo congruente con una determinada visión de la vida, que garantice más libertades y derechos para todos.
A estas alturas, muy pocos saben qué defienden, pues los liderazgos partidistas se han convertido en veletas que giran para un lado y para el otro, según soplen los vientos marcados por las supuestas inclinaciones populares. Por el otro, el gobierno federal está encabezado por un populista conservador, que en lo personal defiende las mismas causas que la mayoría del episcopado católico, pero como buen populista, da bandazos y concede de manera arbitraria y personalista parte de las demandas de los diversos grupos que lo han apoyado.
El ejemplo ha cundido entre los gobernadores, muchos de los cuales carecen de una ideología específica, pero han aprendido a navegar entre distintas corrientes, prometiendo el oro y el moro, concediendo y cediendo a presiones legítimas e ilegítimas, según sus intereses políticos. Los congresos, tanto el federal como los estatales, han dado suficiente prueba de poca autonomía legislativa y más bien de una enorme dependencia del Ejecutivo en turno. No es por eso inusual que un mismo cuerpo legislativo rechace una determinada iniciativa, para luego aprobarla meses después y, en ocasiones, por una mayoría abrumadora. Los derechos humanos están así sujetos a las veleidades políticas de los actores del momento. No hay, en realidad, una construcción desde la base, por ejemplo, de los derechos de las mujeres o de las minorías. El consenso social garantista mínimo no existe en muchos casos. Son entonces victorias políticas que pueden desaparecer, o no hacerse efectivas, aunque estén en la Carta Magna, en las constituciones estatales, o los códigos penales de cada entidad.
Paradójicamente, lo anterior no significa que los derechos de las personas tengan que estar aprobados por la mayoría, como lo piensan todavía algunos. Existen de por sí, aunque, por supuesto, tengan que pasar por un proceso de reconocimiento de la sociedad. Por ejemplo, el derecho al matrimonio entre personas del mismo sexo o a la interrupción de un embarazo, suele ser primordialmente reconocido por las cortes supremas de justicia o por los legisladores, antes que por la mayoría de la población. Sin embargo, no es hasta que el reconocimiento de esos derechos se va extendiendo en la sociedad en su conjunto, que pueden hacerse efectivos en su totalidad.
El problema con los populismos es que no se centra en la construcción institucional, sino en el liderazgo personalista, por lo que los derechos terminan viajando en una especie de montaña rusa. En ese sentido, está por verse qué sucede con lo logrado últimamente en materia de derechos humanos en México.
Roberto Blancarte