No me interesa aquí resaltar los puntos de conexión o símiles que se puedan hacer entre México y Afganistán: miles de muertos, control de territorios por grupos armados ajenos al Estado, producción de opio, violencia contra las mujeres, etc. Nuestras historias, tan distintas, pueden ser apreciadas como completamente diferentes o como similares, dependiendo de las variables que se tomen en cuenta. Me gustaría aquí más bien hacer un ejercicio que comencé hace algunos años en un artículo que denominé “El Estado laico y Occidente”, el cual publiqué hace un lustro en la Revista Mexicana de Ciencias Política y Sociales de la UNAM. Allí lo que propuse fue una idea muy simple, pero que está en el centro de los debates sobre el desarrollo de los países, incluido el nuestro: la noción de Occidente (que en general ligamos a la de modernidad y a una serie de valores) es más una noción cultural que geográfica. En otras palabras, lo que llamamos “Occidente” existe más en nuestras mentes, en nuestras costumbres, en nuestra forma de ver el mundo que en un territorio determinado. Nuestra manera de pensar, de vivir, de hacer las cosas, puede ser en ese sentido más o menos occidental y los pueblos que vivimos en México somos más o menos occidentales, según nuestros marcos culturales. En el ejercicio mencionado, retomé a varios autores clásicos para entender lo que es Occidente y cuáles son sus valores y, en particular, cité al clásico libro del teólogo estadunidense, Harvey Cox, quien hace más de medio siglo escribió un libro titulado The Secular City, en el cual se refirió a las fuentes bíblicas de la secularización y a las características esenciales de la cultura occidental, entre las cuales encontraríamos tres principales: “El surgimiento de las ciencias naturales, de las instituciones políticas-democráticas y del pluralismo cultural”. Estos valores estarían ligados a nuestra cultura religiosa judeocristiana: 1) el desencantamiento de la naturaleza, que comienza con la creación; 2) la desacralización de la política que inicia con el éxodo, y 3) la des-consagración de valores que tienen su origen en el pacto del Sinaí, particularmente con la prohibición de los ídolos (base de un relativismo de valores, constructivo).
Si retomamos estos puntos de referencia, podemos entender el porqué de la resistencia a Occidente de muchos, pero no todos los afganos y por qué cultural y civilizacionalmente el mundo occidental es ajeno a su visión del mundo. Pero también podemos entender que incluso dentro de Occidente, entendido geográficamente, hay muchas personas que están en contra de sus valores: no aceptan ni la ciencia (como una forma de entender el mundo), ni la democracia como forma de gestionar la convivencia social, ni la diversidad proveniente del pluralismo de valores. En otras palabras, tenemos en nuestro país muchos “talibanes” mexicanos que no aceptan ni la visión científica del mundo, ni la democracia, ni mucho menos la diversidad. Se oponen por lo tanto a los derechos de las minorías, a la igualdad de la mujer o al relativismo ético y cultural. Según ellos, todos debemos aceptar a los ídolos de su preferencia y adorarlos ciegamente.
Roberto Blancarte