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Los Apodos

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Los apodos son nombres con los que solemos identificar a ciertas personas, aludiendo con dicha palabra a algún defecto o característica física o de personalidad. Creo que muchos estarán de acuerdo conmigo en que, en honor a la verdad, los apodos solo divierten a los que los inventan y a los que los dicen de otros, pero no al que los recibe.

Debo aclarar que muchos de los apodos que aquí compartiré -la mayoría quizá- son anticuados en grado de obsolescencia y si es usted muy joven tal vez no los recuerde ni los entienda y se aburra en forma colosal.

Los personajes que inspiraron a muchos de estos sobrenombres gozaron de popularidad hace un titipuchal de años, cuando todo el país veía los mismos canales de televisión y, por ende, los mismos programas; cuando nos deleitábamos con los mismos cuentos o revistas (por aquel tiempo no les llamábamos cómics, que yo recuerde) de la celebérrima Editorial Novaro, culpable de culturizar con dibujitos a millones de chamacos desquehacerados. La Pequeña Lulú, Variedades de Walt Disney, Archi, Periquita, Batman, Fantomas, Lorenzo y Pepita, son algunos de los cuentos que no faltaban en la canasta básica de los hogares mexicanos.

En mi época escolar abundaban los sobrenombres basados en el parecido físico del interfecto con algún personaje conocido.

De los cómics, por ejemplo, salió el apodo Gorilón para llamar a los tipos más bien grandes y con pinta de roperos, o Tobi para los regordetes y ñoños.

En aquellos años, sesenta y setenta, había series de televisión con personajes peculiares. De ahí resultó que en mi salón de clases hubiera compañeros con apelativos tales como Kojak, para el pelón a rapa; Tatoo, para el de estatura breve en extremo, o Mr. Ed, para aquel que por sus prominencias dentales ostentara cara de caballo.

El pelo daba pie a numerosos apodos. Las chicas con el cabello ensortijado y abultado eran llamadas Rarotonga o Periquita. Uno de mis mejores amigos de la preparatoria era el El Tíbiri Tábara, por sus rizos esponjados. Durante varias generaciones no había pelirrojo al que no se le conociera como Archi.

En nuestro país, donde la mayoría tenemos el cabello oscuro, a todas las mujeres que tienen algún destello de claridad en su pelo, sin importar si ese tono procede de algún buen tinte, se les llama Güeras. Además, ¿quién no ha tenido algún amigo que por tener el pelo rubio le dicen el Pollo?

El tema de las características raciales también es material para la asignación de apodos. En México se le conoce como Chino a cualquiera que tenga algún rasgo oriental, independientemente si su ascendencia es japonesa, koreana, filipina o del mismísimo Tepito.

Aquí algunos apodos que puedo evocar de mi época de secundaria y prepa: el Cahuamo, por su afición a empinar el codo a la menor provocación; el Dumbo y el Parabólico eran dos adolescentes de orejas vastas; el bizcocho era el sobrenombre, no de una chica de buen ver, sino del visco del salón; al moreno más oscuro y de trompa abultada le decíamos Memín; a la muchacha que acusaba las mejores curvas de la secundaria le apodábamos la Fanta, en alusión al slogan de dicho refresco que rezaba “Fanta está bien buena”, y sí que lo estaba; a un compañero que parecía tener una especie de joroba le llamábamos el Cabubi o el Camellito y un profesor que le faltaba un brazo era mejor conocido como el Sinaloa.

Desde luego que yo tuve mis apodos y ahora paso a confesarlos. Dado que era flaco y de piernas largas como esqueleto rumbero, la mayoría de mis sobrenombres resaltaban ese aspecto de mi persona. Palillo, Picadiente, Güilo (en Sonora así se les llama a los flacos, si bien en Jalisco significa algo mucho menos edificante), Charal, Hueso, Calacas, Zancudo. Por mi nariz, más grande que las del resto, hubo quien me puso el mote de Mandibulín, o porque había quien aseguraba que tenía cara de grillo me endilgó el de Cri Cri. Por mi nombre, Juanito Bananas, y por mi apellido había quienes me llamaban el Potrillo o el Zorrillo.

En aquel tiempo, algunos de mis apodos no me resultaban precisamente regocijantes y cierto estoy que a muchos de mis amigos y compañeros tampoco, pero no había escapatoria. Era parte inexcusable de formar parte de una comunidad viva y felizmente desmadrosa. Hoy, a la distancia, recordarlos me ha divertido en serio.

@jmportillo

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