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  • Columna de Inés Sáenz
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  • Inés Sáenz

Para las budivinas, por compartir el paraíso de la amistad


Mientras escribo este texto observo extasiada las copas de unos árboles generosos, que nos arropan con su sombra. Su verdor me conmueve. Desde este espacio silencioso y bello de una casa donde tengo el privilegio de ser huésped, pienso en aquellos que carecen de techo, en las multitudes errantes que huyen de su país para salvar el pellejo. Pienso también en el prodigio de la naturaleza que nos sostiene.

¿Cuántas fronteras tendremos qué cruzar para llegar a casa? La película La mirada de Ulises (1995), me regala esta frase. Trata del regreso del protagonista a Grecia, su lugar de origen, y el recorrido que hace a otros países hasta llegar a Sarajevo. El personaje atraviesa los Balcanes, la región que inaugura y cierra la historia europea del siglo XX. Las imágenes hablan de las numerosas guerras allí provocadas, que forzaron a sus habitantes a moverse de lugar para encontrar un espacio que pudiera garantizarles la vida.

Las migraciones han sido un fenómeno profundamente humano. Los primeros pasos por estas tierras americanas fueron dados durante la glaciación, hace miles de años. Muchos otros humanos siguieron llegando. Somos lo que somos por esos desplazamientos que hoy parecen cuestionarse.

La tecnología nos ha permitido tener acceso a otras migraciones, intercambios y conexiones exclusivamente mentales. Sabemos que la globalización ha favorecido la velocidad de los bytes, que recorren y son recibidos en todos los rincones de la Tierra, sin dar cabida a las personas. Si antes era natural entender nuestra historia a partir de los cuerpos en movimiento, esa corporalidad y ese andar hoy se vuelven problemáticos. La violencia, tan arraigada en nuestros países, la violencia primitiva, implacable, ha expulsado la idea de la casa como refugio. Hoy, el terruño se ha convertido en cementerio. Las raíces matan.

¿Qué significa estar en casa? Algunos artistas y filósofos han tratado de responder a esta cuestión. El escritor francés Antonin Artaud, en su lucha contra la guerra en Vietnam escribió: “Me separé de mis raíces. Me volví un hombre de palabras”. Otro francés, Paul Virilio, asombrado por la velocidad de los cambios, comprueba que la casa como símbolo del arraigo se ha transformado en otra cosa: “Los sedentarios no son los que se quedan en sus casas, sino los que están conectados. Están en su casa mientras vuelan en un avión o en un cuarto de hotel. Los nómadas son los que no están en casa en ningún lado. Son los sin-casa, los inmigrantes, los que solo se detienen cuando los detienen”.

Trump ha querido hacer de la xenofobia el pilar de su campaña para la reelección, situando la migración como una crisis de seguridad nacional. El famoso muro que desea construir a toda costa pretende detener el “mal”. El gobierno mexicano ha tenido que tomar medidas drásticas con nuestros vecinos del sur, y eso se ha permeado en los estados de la República, que han ejercido un control mayúsculo a los desplazados.

Llevamos unos cuantos años discutiendo sobre el muro de Trump. Perdemos el foco. Me pregunto: ¿Qué hay que salvar?

El diario The New York Times me revela con sus noticias que son otros los muros que necesitan edificarse para proteger a las ciudades costeras de una amenaza real: el descongelamiento de los glaciares, la mayor cantidad de huracanes y la subida de los niveles del mar. Los desastres provocados por el calentamiento de nuestro planeta no son una conspiración. Han llegado para acomodarse sin ningún tipo de miramientos. Leo que, al cabo de tres años de inundaciones bestiales, hay diez ciudades de la Unión Americana que necesitarán en el corto plazo edificar muros que las salven de la destrucción.

Cuánta ironía. Me pregunto por qué tanta equivocación, por qué impera la necesidad de defender la casa chica contra los otros, los invasores, mientras se nos escapa irremediablemente de las manos la casa grande. Esta es la verdadera urgencia.

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