A la memoria de Juan García de Quevedo, amigo e interlocutor
En días pasados, en el Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades relanzamos la Cátedra Émile Durkheim. Fue fundada hace años para difundir el pensamiento de este clásico francés de la Sociología y el de autores posteriores que siguen forjando su visión.
En esta nueva época, la Cátedra es dirigida por un talentoso colega, el profesor Jorge Ramírez Plascencia, y cuenta con un consejo académico que le da una mejor perspectiva de trabajo.
Pero lo más importante es que la Cátedra renació arropada por brillantes alumnos del Departamento de Sociología. Son ellos quienes le darán vida. Así nos lo hicieron sentir en el panel que organizamos. Agradezco mucho sus comentarios y preguntas.
¿Por qué impulsar otra vez el conocimiento de un autor cuya obra fundamental se escribió entre 1893 y 1912? ¿Por qué si sus trabajos se refieren a un mundo social que ha sufrido profundos cambios?
Durkheim es un clásico. Sus indagaciones y conjeturas esperan ser descubiertas siempre. Cada vez que volvamos a sus escritos nuestra realidad inmediata se nos aparecerá más rica e interesante. Después de todo, el mundo que él habitó no es tan diferente del nuestro: sus predicamentos y encrucijadas continúan sin solución. Seguimos en la modernidad: las contradicciones políticas y culturales desatadas por ésta nos tienen al borde de un colapso de múltiples dimensiones: política, ambiental, moral, económica...
Émile Durkheim nació en Epinal, Francia, en 1858, en el seno de una familia de rabinos. Estudió en París, en la Escuela Normal Superior, y vivió un año en Alemania donde aprendió a tomar en cuenta los fenómenos culturales colectivos. Estudió filosofía y ciencia social. Fue él quien primero estableció una cátedra universitaria de Sociología, por lo menos en el ámbito francés. Murió en París en 1917.
Durkheim conoció el mundo de ayer, como célebremente lo llamó Stephan Zweig: la bella época, ese período intocado, de relativa paz mundial e intenso desarrollo técnico y material que situó a Europa en la frontera del progreso. Fueron las décadas en que el liberalismo económico y cultural lo sometió todo a su paso y creó un mundo nuevo, burgués, capitalista, tecnológico, excitante, optimista...
Sin embargo, los franceses no transitaron suavemente a la modernidad: dejar atrás la monarquía les costó una revolución que incendió Europa; por el imperio de Napoleón y la dictadura del sobrino sufrieron dolorosas derrotas militares. Y pasaron por muchas dificultades para construir un estado plenamente laico, una república con división de poderes y prácticas democráticas.
El liberalismo transformó las economías y especializó el trabajo, fragmentó la cultura y disolvió las formas de vida. Pero fracasó cuando quiso modelar la vida política de acuerdo con sus principios. No pudo con las tensiones que contribuyó a desatar: desarraigo social de los trabajadores emigrados a las ciudades, pobreza y desigualdad, radicalización política y movimientos revolucionarios, resurrección de tendencias conservadoras y regresivas, anarquismo, nacionalismos...
Todo a la par de crisis económicas y desarreglos emocionales, suicidios crecientes y una profunda desintegración social. Ni la Economía ni la Psicología, ni mucho menos las ideas políticas liberales, bastaaban para entender, criticar y enfrentar un mundo así, con una sociedad de masas dislocada y plagada de conflictos.
Era necesario un esfuerzo por entender a la sociedad como algo que tiene una historia, un movimiento propio y determinaciones que escapan a la voluntad y la acción de individuos aislados. De esta manera, la sociedad no sólo responde a los intereses utilitarios que gobiernan los mercados económicos, sino que se vuelve posible porque las personas comparten compromisos morales y reglas de colaboración y solidaridad. Sin esto, el orden social es imposible.
El problema de la Sociología propuesta por Durkheim es el problema del consenso y la estabilidad en condiciones de cambio y modernización acelerada. ¿Cómo mantener unidas a las sociedades en un mundo alejado de los dioses y las religiones, profano, racionalizado, con una acusada división del trabajo, y en el que las creencias colectivas sucumben frente al individualismo egoísta?
En otras palabras, el desafío de la modernidad es hacer compatible la libertad de los individuos con la necesidad de mantener cohesionada a la sociedad, equilibrar las prerrogativas de las personas tomadas por separado con las necesidades de los demás considerados como grupos sociales que tienen derecho a existir con dignidad y que necesitan formas de vida compartidas para pertenecer a algo más que a sí mismos.
Émile Durkheim tuvo la visión para comprender estas encrucijadas, que también son nuestras. Por ello, resulta indispensable recuperar su legado. Larga vida a la Cátedra.