Se llamaba Tomas Wolfe, como el periodista. Escribió una novela de mil doscientas páginas que el editor, con su decisión inteligente, dejó en seiscientas, y fue un éxito literario.
A Alfonso Cortés, poeta nicaragüense, sus familiares le publicaron póstumamente un libro que contenía todo lo que había escrito, pues estaban enamorados de lo escrito, y no distinguían lo bueno de lo malo. Ernesto Cardenal, Pablo Antonio Cuadra y José Coronel Urtecho realizaron un trabajo editorial que logró la edición de un libro con sólo cien poemas, suficientes para que fuera reconocido como gran poeta.
Realmente, ni Wolfe ni Cortés se conocían a sí mismos. Ni Rilke, ni Eliot, ni Pound, ni Bukowski, a la luz de ese conocimiento de sí que hoy desean los poetas de 40 y menos. Ellos jamás se conocieron, porque el poeta solamente es, y pese a la ignorancia de sí mismos, su poesía es universal. El poeta, pues, no pierde el tiempo queriendo conocerse; sabe que no hay tiempo para eso. La urgencia de la poesía es mayor que cualquier otra exigencia. El poeta centra su vida en la poesía y todo lo hace en función de ella. Y tiene mujer, hijos, casa, carro, ropa, etcétera, porque la poesía se lo exige, y si le pidiera que fuera al psicoanalista lo haría para perder ese contacto con ella. Ceres es una diosa exigente como todas las mujeres, y la mujer del poeta es la encarnación de Ceres y él es su fiel sirviente (no dije servidor, sino sirviente), pues sólo sirviéndola lo fecunda para que pueda crear la poesía. Porque la poesía es serse a cada paso que se está en ese estado de conciencia, que no se logra ni por un instante con ningún enteógeno y sin esa conciencia no hay poeta. Esa conciencia es una condición sine que non de alguien que es poeta, que no sabe y no quiere saberlo en términos racionales, porque sólo se es cuando lo que se es está presente sin artificio alguno. ¿Para qué querría el poeta conocerse a sí mismo? No es necesario que busque quién es, de dónde viene o adónde va, porque lo sabe, porque el conocimiento de sí solamente ocurre cuando se practica el quehacer diario de la vida poética, en ese estado de conciencia distinto del estado de conciencia que requiere la vida cotidiana, en la búsqueda de la expresión de la belleza mediante esos instrumentos que son las palabras, que, como los pinceles de un pintor, son instrumentos, no el poema en sí, no la pintura misma.