Por: Sergio Ramírez
Ilustración: Estelí Meza, cortesía de Nexos
Una franja tenue tras las gasas de la cortina, primero rosa y luego amarillo, se prende en el filo de las cumbreras de los techos de zinc pintados de rojo que se extienden en la distancia del barrio la Uruca entre bodegas, garajes de autobuses, cubos de edificios que parecen nunca terminados, postes de luz, trasformadores, la maraña de alambres eléctricos, cisternas elevadas, antenas parabólicas, vallas publicitarias; y ahora, la luz grisácea que se esparce, va dejando ver el pequeño clóset donde no hay nada suyo en las perchas de plástico, el sillón de extensión forrado de vinilo, la pequeña pantalla negra y plana del televisor empotrada en la pared celeste, el asta de la bolsa de suero al lado de la cabecera de la cama, las sábanas debajo de las que se alza el promontorio de sus piernas recogidas. Lady Di. Le pusieron ese nombre porque al empezar a peinarse como mujer escogió el estilo pixie de la princesa de Gales, un corte retro de cabello, desaliñado en apariencia y a la vez sofisticado, según había leído en Cosmopolitan en español, que volvía de los finales del siglo pasado, cuando ella era apenas ¿un niño, una niña?