En la filmografía de Robert Redford se considera a Butch Cassady and The Sundance Kid (1969) y El golpe (1973) sus mejores cintas como actor. Paradójicamente, El gran Gatsby, dirigida por Jack Clayton en 1974, no destaca en los puntajes del público y la crítica.
A pesar del guion, sobrio y con pocas licencias narrativas, escrito por Francis Ford Coppola, ese Gatsby no brilla del todo en la memoria cinematográfica, aunque a decir verdad, ninguna de las adaptaciones de la novela de Scott Fitzgerald son realmente notables: ni la de Elliot Nugent en 1943, con Alan Ladd en el papel de Jay o la de Robert Markowitz con Toby Stephens, ni mucho menos la versión videoclipera de Baz Luhrmann con DiCaprio (2013).

Como director, a Redford se le reconoce, básicamente, por Gente como uno (1980), pero se suele olvidar Quiz Show o El dilema (1994), a pesar de que resulta mucho más contundente que el dramón de la familia Jarrett.
Basada en el escandaloso affaire de la televisión estadunidense en la década de los 1950, Redford recreó el timo del programa Twenty–One, un concurso de preguntas y respuestas de cultura general, con un alto rating debido a la enorme bolsa de dinero que iba acumulándose a capricho de los productores: antes de la transmisión, entregaban las respuestas al concursante designado, y también disponían cuándo debía perder y entregarle la estafeta al nuevo ganador.
El fraude perfecto. Herb Stempel, un judío de Queens, se mantuvo como invicto en Twenty–One durante un par de años, pero no contaba con la caprichosa voluntad de la televisora que un buen día decidió cambiar al judío de clase media y cegatón, por un tipo de la aristocracia intelectual de Nueva York, Charles Van Doren, hijo, ni más ni menos, que del académico de la Universidad de Columbia Mark Van Doren, quien dio clases de literatura a Jack Kerouac, William Burroughs y Allen Ginsberg. (No hay testimonios, no imagino lo que Kerouac pensaría de las transas en que se enredó el vástago de uno de sus profesores más respetados, al que veía tan honesto como Dickens).
Fue el propio Stempel quien, caído de la gloria, reveló el chanchullo que alcanzó a Van Doren. El golpe fue tan contundente, que propició una investigación por parte del Congreso, la credibilidad de los concursos se esfumó, y encima, se decretó una enmienda a la Ley de Comunicaciones.
Quiz Show es más que un relato sobre las triquiñuelas mediáticas para ganar el rating o una crítica a la inmoralidad de sus mercachifles. Es una parábola sobre el peso de conciencia de los títeres del espectáculo, capaces incluso de faltarle a su propio intelecto. Herb Stempel delató a los productores no por perder su zona de confort sino por la fama. Un tipo de medio pelo al fin. En cambio, Charles Van Doren, un verdadero intelectual y académico como su padre, sucumbió al canto de las sirenas pues, una vez instalado en las mieles del glamour y del dinero, ya no se pudo detener.
En una escena, Mark Van Doren, interpretado por Paul Scofield, sostiene un diálogo desesperado con Charles (Ralph Fiennes), en torno de la chabacanería del estrellato televisivo. “Soy viejo, sí, me resulta imposible de entender”. Charles rebate que solo se trata de dinero, lo tomó y le gusta. Es únicamente un juego pero también su oportunidad. “Ya no es tiempo de jugar”, impugna el maestro. “Es mi tiempo”, contesta el hijo. Desesperado, Mark Van Doren exclama: “¡Tu nombre es mi nombre!”
En la actualidad, el nombre es algo que ya no importa a nadie. La honradez académica, la probidad intelectual, son asuntos del pleitosceno y sin estudios ni el mínimo mendrugo intelectual se puede adquirir lustre burocrático, ocupar cargos de alta responsabilidad, como legislador, secretario de Estado o hasta ministro de la Suprema Corte.
Esa es la metáfora de Quiz Show.
AQ