Fraccionamiento Jardines Miraflores 1974
A los ocho años, nadie está consciente de la importancia socioantropológica de lo que se come. Se disfrutan los platillos con naturalidad. En mi caso, los paseos nocturnos de la familia solían terminar en el mercado de Santiago con unos buenos panuchos y un copioso caldo de pavo de “La Reina Itzalana”, O bien en la “Lechería San Juan” con los sabrosos vaporcitos de espelón y el consabido vaso de chocomilk.
¿Quién podía imaginar que ese inalterable mundo gastronómico estaba a punto de cambiar?
Pizza. Corría 1974 y algunos yucatecos migrantes que regresaban de Los Ángeles con dinero de sobra y un excesivo entusiasmo empresarial, decidieron que en California habían encontrado la fórmula del éxito, pues salvo quienes viajaban al extranjero con frecuencia, de ese platillo italiano tan popular en gringolandia, la gran mayoría de los meridanos solo sabía de él por Archie, el adolescente pelirrojo y pecoso protagonista de la historieta que transcurría en el imaginario pueblo de Riverdale.
Así fue como surgió “Romanos” en el fraccionamiento Jardines Miraflores, al oriente de la ciudad.

—Es lo malo de dejarse llevar por las tiras cómicas— diría después mamá, al ver nuestra decepción, aquella tarde remota del 74, cuando, después de haber logrado que nos llevaran, papá detuvo el coche frente a una casa en cuyo jardín había instalado una docena de mesas de Coca-Cola.
—Hay que esperar por lo menos una hora— comentó papá, luego de hablar con aquel flaco que iba de un lado a otro llevando platos y bebidas a los clientes que colmaban las mesas.
—¿Además hay que esperar? Vámonos al “Impala” por unos platillos voladores y unas malteadas— sugirió mamá que, de seguro, moría de hambre por su embarazo.
Hicimos berrinche. Los amigos de la escuela nos habían hablado tanto de este lugar que no queríamos irnos de allí sin haber probado las pizzas.
Cedieron.
Al cabo de media hora se sumaron más familias a la espera. Aquello parecía una fiesta. Había gente de pie, muchachos sentados en la escarpa, parejas de novios aparragadas en los cofres de sus coches. Algunas personas fumaban, otras bebían refrescos o simplemente platicaban. De vez en cuando los automovilistas cruzaban frente al negocio y reducían la velocidad para curiosear. No exagero al decir que, por momentos, hubo más gente afuera que adentro del restaurante.
Y cuando por fin se desocupó una mesa y estábamos a punto de traspasar la reja que nos separaba de la gloria, llegó repentinamente el encargado trayendo pésimas noticias: la masa se había terminado.
—Lo siento, vuelvan mañana —dijo a voz en cuello.
¿Mañana?
¡Pero qué se imaginan!
¡Tanto aguantar para que nos salgan con esto!
Los gritos y reclamos subieron de tono. Alguien quiso entrar a la fuerza y el flaco lo paró en seco, a empujones. Tuvo que venir el mismísimo dueño, un tal señor Vallejos, a calmar las aguas y a ofrecer descuentos para que las cosas no pasaran a mayores.
Más tarde en el “Impala”, platillo volador en mano, mamá prometió que al día siguiente regresaríamos a probar las pizzas. Pero tuvo que pasar un par de años para que, por fin, en “Messinas”, un restaurante ubicado en la avenida Itzáes, gozáramos en Mérida de aquel mentado plato. Lástima. Muchos años después supe que el señor Vallejos, gracias al éxito de su restaurante del Fraccionamiento Miraflores, emulando algo que vio en Los Ángeles, abrió una elegante sucursal de “Romanos” en la Avenida Pérez Ponce donde el techo de vitrales policromos, con ayuda de un sofisticado mecanismo, se podía abrir para admirar las estrellas y cenar al fresco. Muy pocos supieron apreciarlo y el restaurante quebró.
Centro histórico 2007
“Aquí no servimos ni salsa cátsup, ni salsa inglesa, ni salsa Maggi. Absténganse de pedirlas”, advierte el papel pegado en la puerta. Mi mujer y yo estamos a punto de entrar a “Rafaello’s”, una pizzería que acaba de abrir sobre la calle 60.
—Las pizzas no tienen madre. El dueño es un italiano, casado con una yucateca —me confió un amigo que siempre está en búsqueda de nuevos lugares para comer en nuestra ciudad.
Últimamente han abierto docenas de sitios de comida extranjera en el centro histórico. Peruanos, españoles, brasileños. Pero sobre todo italianos. Vienen de Playa del Carmen, paraíso caribeño que en los años ochenta y noventa del siglo pasado acogió a cientos de extranjeros dedicados a la gastronomía pero que ahora, en el tercer milenio, el narco se ha encargado de expulsar. Y en la capital yucateca, con fama de ser la ciudad más segura del país, parecen haber hallado el lugar ideal para continuar apaciblemente con su productiva vida en México.
Decorado con plantas e imágenes de paisajes italianos, el local resulta pequeño. Apenas media docena de mesas de madera rústica. Como música de fondo, baladas de Lucio Dalla. No han dado ni las siete de la noche, pero ya hay bastante gente. Tomamos la única mesa libre, la de la esquina. De cuando en cuando llegan hasta nosotros los seductores aromas de las especias y el pan que se cuece en el horno. Una joven delgada, risueña y de largos rizos nos atiende. Reviso la carta: pizza, pan de ajo y lasaña, nada más. Ni siquiera cuentan con permiso para vender cerveza. Elijo la “Fresquecita” que, con el correr del tiempo, será mi favorita.
Más tarde me entero de que la mesera es esposa del dueño, un calabrés hosco al que diviso desde lejos trabajar junto al horno. Me han dicho que para él elaborar pizzas es un ritual que debe ser aprendido con expertos italianos. Me pregunto si sabrá que a Mérida las primeras pizzas llegaron directamente de los Estados Unidos, a través de los migrantes, en los años setenta.
Interrumpo mis pensamientos, mi esposa deja de revisar su celular, la “Fresquecita” ha llegado. El aroma que despide es demasiado tentador. Basta un solo bocado para darme cuenta de que la fama que precede a “Rafaello’s” no es infundada. La masa es fina, delgada, crujiente. Y la combinación de ingredientes elegidos —mozzarella, rúcula y tomate cherry—, afortunada. Aunque, ahora que lo pienso, también las pizzas yucatecas tienen lo suyo. Allí están, por ejemplo, las de “Messinas”. No están cocinadas a fuego lento, ni en horno de leña, pero su encanto estriba, precisamente, en la rudeza de su estilo, en las atrevidas combinaciones de que han echado mano sus creadores para seducir al paladar regional. Tal vez por eso se han posicionado como las más populares de la península, con múltiples sucursales.
Hemos terminado de comer. Sin salsas, como sugiere el letrero. Estas, pienso, son de las mejores pizzas que he probado en mi vida. Al fondo, el propietario sigue ocupado junto al horno, sin mirar a los comensales. La atención al público recae en su mujer. No sé por qué, pero al salir del restaurante me vienen a la mente la pizza de cochinita, la de queso de bola y el pizzanucho, ingeniosas combinaciones diseñadas por los meridanos. ¿Lograrán subsistir? Solo el tiempo lo dirá.
Colonia Melitón Salazar 2025
—No, joven, a mí nunca me gustó la pizza. No tiene chiste. La probé en “Romanos” por ahí del 78. Por eso decidí crear algo más nuestro, algo que se acoplara al gusto de los yucatecos.
Es la voz de don José Luis Marrero Bermejo, creador del pizzanucho, una comida fusión que combina la pizza italiana y el panucho yucateco, la cual, a más de cuarenta y seis años de su invención, pervive entre la variedad gastronómica de la ciudad.
Desde el sencillo restaurante situado frente al verde parque de la colonia Melitón Salazar, sentado junto al dueño, observo el pizzanucho, una suerte de pan redondo de harina de trigo cubierto con salsa de tomate, frijol refrito, crema de queso amarillo, lascas de jamón cocido y hebras de pavo asado. A un lado de la mesa, reposa el libro del pizzanucho, donde los comensales se enteran de cómo surgió esta creación, y en el que también pueden dejar escritos sus comentarios después de comerla.
Antes de que le hinque el diente, don José Luis me advierte: todo lo hacemos aquí mismo, solo utilizamos ingredientes frescos. Sin refrigerar tarda hasta diez horas en descomponerse.
Detecto un brillo de orgullo en sus ojos. Y aunque padece de una severa artritis que lo obliga a caminar con bastón, el hombre, a sus ochenta y seis, sigue al pendiente de su pequeño negocio que ha sido visitado, dice, por innumerables personalidades: desde el primer gobernador de la oposición en la entidad hasta la actriz Ofelia Medina, pasando por un famoso reportero de Televisión Azteca.
—Los nombres se me van —agrega—. Pero allí —señala con el dedo índice el libro del pizzanucho —puede constatarlo. Cada vez que aparecía un artículo sobre el restaurante en periódicos o revistas, mi mujer los recortaba. Debe de haber como veinte o treinta.
Quizás por ser lunes, únicamente hay otra mesa ocupada. Se trata de una familia que acompaña la comida con una jarra de “Marrecola”, dulzona bebida desarrollada por don José Luis a base de jamaica para no deberle favores a nadie.
—Nunca quise comprometerme con ninguna marca. Son demasiado exigentes—confiesa. —Pero ya no demore más, joven. Pruebe —ordena—. Lo he pedido especial para usted, con jamón, pavo y pierna.
Al primer bocado creo reconocer algo del regusto por los molletes que nos preparaba mi madre los sábados por la mañana. Si en algo tiene razón don José Luis es que su invento culinario recupera los sabores originales de esta tierra.
Todo esto me lleva a reflexionar que, a pesar de lo deslumbrantes y atractivos que puedan parecernos algunos alimentos extranjeros en la niñez, con el paso del tiempo, ni la más sofisticada hamburguesa, el hot dog más neoyorquino o la más gourmet de las pizzas, es capaz de anular la devoción que sentimos los yucatecos por lo nuestro. No hay que olvidar que la buena comida evoca, y es un goce, no solo para el paladar, sino también para el espíritu.
AQ