Edgar’s Cafe, 650 Amsterdam Avenue, entre las calles 91 y 92, Nueva York
La cafetería tiene un cartel en la ventana. “No: iPads, WiFi, portátiles”. Dentro, bajo vigas de madera, herraduras cuelgan de paredes abarrotadas, algunas en posición lateral. Hay luces colgadas por todas partes, cuervos, un muñeco a semejanza de Edgar Allan Poe agazapado en una estantería detrás de la caja.
Hay dos tipos de música. Puro descaro, como la canción en francés que dice “No quiero trabajar y luego fumo”. O música imitación disco para ascensores y salas de recepción.
“¿Tiene pimienta?”, le pregunto a la mesera, indicando para mi sándwich de pan de centeno salado con pavo asado. Ella me indica que el pimentero está encima de la mesa.
“Conocí al dueño en un sueño antes de aceptar este trabajo”, me comenta. “Por eso, este trabajo es mi destino”.
El propietario, sentado fuera, no quiere ser fotografiado para el blog. Le asustaría ver su cara reproducida en Facebook.

El café Edgar original se encontraba en la misma manzana de Broadway en la que Poe vivía en una habitación de una granja con su esposa enferma, antes de que naciera el sistema grid de la ciudad moderna, con sus avenidas norte-sur y sus calles numeradas. Allí, en lo que hoy es la calle 84, escribió “El cuervo”.
El dueño pone los ojos en blanco. “Ese espacio es ahora una tienda de maquillaje”.
Unas semanas más tarde, estoy de paseo con mi amiga Irene por la avenida Amsterdam. No menciono ni Edgar’s Cafe ni a Edgar Allan Poe.
De repente, ella recita de memoria el poema de Poe “Las campanas”, el profundo tintineo de su voz de contralto recorriendo toda la avenida.
Planetas extraños
Una gigantesca malla negra se infla con el viento, cubriendo por completo la fachada del edificio situado al otro lado de la plaza. Muestra la imagen arrugada de Marte o Venus, o tal vez la luna en rojo, un cuerpo planetario, en cualquier caso, pintado allí para magnetizar la mirada humana.
Las blancas flores de los ciruelos flotan hasta la acera del café. Una turista en pantalones cortos se acerca a una clienta sentada en la terraza. Después de darle una palmada en el hombro, la turista le señala el bulto cubierto con la imagen de la luna. “¿Qué es?”, pregunta.
La clienta se quita los auriculares. “No lo sé”. La turista, que no insiste, se marcha a reunirse con un hombre más joven, tal vez su hijo, colocando su brazo bajo el suyo.
La mujer de la terraza, hipnotizada por la fachada ondulante, se quita las gafas de sol.
Una epifanía sacude su ser. Con un gesto frenético, trata de hacer que su interlocutora regrese.
“¡El edificio!” le grita a la turista. “¿Te refieres al edificio?”
Pero la forma en que dice “edificio” en inglés (building) rima, de manera desafortunada, con la palabra pudding, y ninguna gesticulación, por más contundente que sea, será suficiente. La epifanía se niega a transmitirse.
La turista se queda mirando al edificio, le dedica dos segundos a la imagen y vuelve a marcharse con los hombros encogidos.
Estos relatos también pueden encontrarse, tanto en inglés como en español, en el blog Third Place Cafe Stories (https://www.thirdplacecafestories.com), enfocado en “terceros lugares”, o espacios públicos informales que sirven de lugar de reunión y conexión para la comunidad.
Dorothy Dean Walton nació en Colquitt, Georgia. Graduada como B.A. en Letras Inglesas en la Universidad de Chicago, formó parte del consejo editorial de poesía de la revista ‘The Chicago Review’. Escribe ficción, guiones para cine y no-ficción creativa.
AQ