La gente salió a la calle. Miles y miles, de todas las edades, razas, nacionalidades, marcharon por las ciudades del Reino Unido para decir “no” a la propuesta visita de Estado de Trump de que hablaba en la entrega pasada. No al desmerecido honor que semejante visita supondría; al panorama orwelliano del mundo que el flamante presidente esboza con cada declaración —ridícula, alarmante, aterradora— que sale de su boca o de su cuenta de Twitter.
El 20 de febrero fue un día luminoso. Londres brillaba bajo el sol invernal, y el ánimo con que la gente empezó a reunirse desde el mediodía afuera del Parlamento era de alguna manera jubiloso. El mensaje no era “anti Estados Unidos”: la mira estaba enfocada en Trump, y no era solo una manifestación de protesta, sino afirmación también de un espíritu de unidad, de acogida a refugiados e inmigrantes, de solidaridad. Ese espíritu de conciencia colectiva es siempre esperanzador, no importa cuán horrible la amenaza que pretende atajar.
Afuera, entonces, la manifestación ciudadana, y dentro, en la Cámara de los Comunes, el debate. Pero no había en realidad muros: la gente estaba ahí por el debate y, dentro, los miembros del Parlamento no solamente oían a los manifestantes, sino que se referían constantemente a su presencia, a esa voz colectiva que era preciso escuchar.
Es cierto que fue un debate más bien simbólico, puesto que Theresa May ya ha rechazado la petición de casi dos millones de personas de dar marcha atrás a su invitación al nuevo presidente. Sin embargo, el debate en sí fue de inmenso valor. La mayoría de los parlamentarios articularon con elocuencia y mesura, pero también convicción, su oposición a semejante visita. Aclararon que no se oponen a una visita informal de Trump, sino a una visita de Estado, honor de enorme costo y parafernalia que solo ha sido ofrecido a otros dos presidentes estadunidenses desde 1952, y que en este caso constituiría un mensaje de aprobación del discurso y amenazas infames de “un presidente que se comporta como un niño petulante”, y peligroso.
Unos cuantos conservadores defendieron a May con argumentos protocolarios de “interés nacional” y diplomacia. Su irrelevancia fue exhibida por aquellos parlamentarios que apelaron a una razón más alta que los intereses comerciales y políticos entre dos países; a los valores de convivencia de una común humanidad que no quiere rendirse ante la xenofobia, el sexismo, el racismo y la intolerancia. El debate mostró a un Parlamento robusto y cabal. Eso también hay que celebrarlo.
Por su parte, la revista digital Asymptote, cuya misión es “abrir la puerta a los tesoros literarios del mundo”, prepara un número con poesía proveniente de los siete países a los que Trump quiere prohibir la entrada.
Salir a la calle, debatir, argumentar con poesía, ayudan a conformar la esperanza. Y esperanza es justo lo que necesitamos fortalecer en estos tiempos, si no queremos que se vuelvan horrendamente oscuros.